viernes, 18 de julio de 2014

TEMA OPTIMISMO

¿Somos genéticamente optimistas?

Martin E. P. Seligman es el creador del término "psicología positiva". Estas son las claves de su teoría



La evolución de la especie humana representa una incansable actitud de supervivencia y reproducción frente a todas las adversidades que la naturaleza ha puesto en su camino. Tal persistencia solo es concebible cuando en una gran mayoría de los miembros de nuestra especie el impulso hacia la vida, incluso en condiciones miserables, ha sido el hilo conductor desde los primeros pasos de la evolución. Esa construcción solo es imaginable gracias a que en el cerebro de los humanos, desde la forma más incipiente de su desarrollo, se alojó un programa con las siguientes premisas:

* La fe en el futuro superaba en atracción al desengaño del presente hostil.
* El cálculo estadístico que de forma instintiva realizaba el cerebro daba mayor probabilidad al éxito que al fracaso, antes de emprender una acción.
* El cerebro proponía al individuo planes de acción ante las dificultades, en lugar de esperar pasivamente un fatal desenlace.
* El afán por reproducirse continuaba activo a pesar de todas las vicisitudes que atravesaban los humanos.

Hasta los años 80, Martin Seligman se interesaba principalmente por los experimentos sobre la indefensión aprendida (learned helpness) y la depresión. Un día, viajando en avión, su vecino de asiento le preguntó: “¿Usted no se interesa en la otra cara de la moneda? ¿No puede prever algún tipo de persona que nunca renuncia a actuar?”.
“Fue un ¡eureka!”, cuenta Seligman. A partir de ese impulso, el foco de sus investigaciones se dirigió a conocer la cara olvidada de la moneda. Pronto publicó La fuerza del optimismo, un clásico que marca la mutación hacia la psicología positiva: el fundamento del síndrome positivo que predomina en nuestra especie aun cuando nos quejamos y todo lo vemos gris e incierto.
Después de las observaciones clínicas e investigaciones, que de forma innumerable se han sucedido, los neuropsicólogos actuales coinciden sobre algunos puntos de acuerdo relevantes:

* A pesar de la aparente abundancia de personas con baja autoestima, la mayor parte de las poblaciones sobreestima sus cualidades y olvida sus defectos y flaquezas.
* De forma espontánea, nuestra memoria borra los rastros de pasados sufrimientos; casi siempre embellecemos lo vivido.
* Incluso cuando el futuro es sombrío, el punto de vista del individuo interrogado sobre el mismo tiende a ser más positivo que el pronóstico general.
* Adoptada una decisión, descalificamos las opciones no seleccionadas, aunque nos movamos entre lamentos e inseguridades.
*Aunque los medios de comunicación centran su negocio en la divulgación de catástrofes y todo género de sucesos políticos y económicos adversos, nuestra memoria retiene mejor las escasas novedades positivas.

Todo aparenta que la selección natural hubiera privilegiado a los optimistas y enmudecido a los pesimistas. Cabría pensar que los pesimistas están mejor preparados –por el ejercicio de su prudencia– para la supervivencia. Es al contrario, según explicaba el antropólogo canadiense Lionel Tiger en la obra Biología de la esperanza. Su razonamiento es el siguiente: a medida que el cerebro de nuestros antepasados se desarrolló, pudo visualizar todo tipo de peligros al proyectarse sobre el futuro y, sobre todo, la ineludible muerte de cada uno de los portadores de uno de esos cerebros. Esas visiones insoportables habrían bloqueado la aventura humana si la naturaleza no hubiera sabido adaptar el cerebro introduciendo programas de sobrevaloración de nuestras fuerzas e infravaloración de los posibles males.

Russell y el entusiasmo

Russell está convencido: el entusiasmo es el signo más universal y distintivo de los hombres felices, de los optimistas. Él era uno de ellos.



Basta para comprender lo que queremos decir con la palabra entusiasmo 
–nos explica Russell– con observar el distinto comportamiento de las gentes ante la comida. Para unos no es más que una molestia; por excelentes que sean los alimentos, no les atraen. Nunca han sabido qué es comer con hambre verdadera. Están acostumbrados
a comer cosas excelentes como lo más natural del mundo. Existen los gastrónomos, que comienzan con apetito, pero que encuentran que nada está tan bien condimentado como quisieran. Se dan los glotones, que caen sobre los manjares vorazmente, comen demasiado y se desarrollan pletóricos. Finalmente, debemos mencionar los que comienzan con excelente apetito, les gusta lo que comen y lo hacen moderadamente. Los que contemplan la fiesta de la vida adoptan actitudes similares ante las cosas aceptables que se les ofrecen. El hombre feliz corresponde a la última categoría. Lo que el apetito es con relación a la comida, es el entusiasmo con relación a la vida.


En todas las situaciones, el que tiene gusto por la vida lleva ventaja a quien no la tiene. Hasta las mismas experiencias desagradables tienen para él su aplicación. A las personas arriesgadas les atraen los naufragios, los motines, los temblores de tierra, los incendios y toda clase de experiencias desagradables siempre que no afecten a su salud. Cuando presencian un temblor de tierra, se dicen, por ejemplo: “¡Toma, pues esto es un temblor!”, y se alegran de añadir una cosa más a su conocimiento del mundo. No sería cierto decir que tales personas no están a merced de la fatalidad, porque al perder su salud perderían probablemente su humor, aunque esto no es totalmente seguro. Yo he conocido –nos dice Russell– a quienes se estaban muriendo después de años de lentos sufrimientos y conservaban su humor casi hasta el final.


Los extravertidos suelen ser más felices que los introvertidos, 
ya que se rodean de más gente y pasan más tiempo con ella. Como dice Bertrand Russell en La conquista de la felicidad , los extravertidos se abren más al mundo en general y así se conceden a sí mismos más oportunidades: “La vida es demasiado breve para interesarnos en todo, pero está bien que nos interesemos por todo cuanto puede hacernos pasar el tiempo. Todos estamos expuestos a la enfermedad del introvertido, quien ante el múltiple espectáculo del mundo que se abre a su mirada, vuelve la cabeza y se fija solamente en su vacío interno. No se nos ocurre pensar que hay algo grande en la desgracia del introvertido” .


Aun contando con las predisposiciones genéticas, las cosas se pueden aprender. El propio Russell hace esta confesión: “ Yo no nací dichoso… En la adolescencia, la vida era odiosa y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas. Hoy, por el contrario (a los 57 años), gusto de la vida y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa… En la mayor parte se debe a la preocupación, cada día menor, de mí mismo”.
TEXTO ORIGINAL EN REVISTA FILOSOFÍA HOY

http://filosofiahoy.es/index.php/mod.pags/mem.detalle/relcategoria.4208/idpag.5724/chk.b912b7bee383303b616ff6d6dac87455.html