lunes, 30 de julio de 2012

¿PARA QUE FILOSOFÍA?


CURSO DE FILOSOFÍA ELEMENTAL
Capítulo I
Por Santiago Fernández Burillo
La admiración, origen del filosofar
A veces desconocemos lo que tenemos muy cerca. Normalmente ignoramos lo más próximo: estamos acostumbrados, no nos causa extrañeza, ni admiración; he ahí por qué no nos hacemos preguntas. La pregunta que entraña una pretensión de saber, de averiguar, presupone la admiración: extrañeza y una cierta maravilla. Maravillarse es advertir que no entendemos. La maravilla nos hace ver en lo ordinario algo insólito. Los filósofos de la antigua Grecia dijeron que la investigación y la filosofía nacieron de la admiración. 
Hoy en día se acepta que la humanidad posee un alto nivel de conocimiento científico, y eso la hace poderosa. Es cierto, pero no sabemos si el edificio del saber humano es «seguro». Su prestigio ¿no se desplomaría si el hombre sólo lo hubiera soñado, si fuera mera invención de nuestro deseo de seguridad?

El valor de la filosofía
Al comenzar a estudiarla, tal vez nos preguntemos: «¿Para qué sirve la filosofía?» Se podría responder: «no sirve para nada». Pero aunque aceptáramos esa respuesta, no se deriva de ahí que no sea valiosa.
No es lo mismo ser útil que valer. Servir para otra cosa es un tipo de valor, el valor de utilidad, propio de los medios. Todos los medios -o útiles- son valiosos; mas no todos los valores son medios. Los medios son buenos para otra cosa, los fines son buenos en sí mismos.

Hay preguntas que se plantea el hombre de todo tiempo. Una de ellas tiene que ver con la diferencia entre el saber «técnico» y el saber «liberal» (o desinteresado), esto es, la diferencia entre dominio del mundo y libertad interior, técnica y ética, cosas y personas, en una palabra: el mundo y el hombre. Éstos son temas clásicos del pensamiento filosófico, y cobran especial interés en la actualidad.

Con un lenguaje propio de su época, J. Balmes formuló agudamente algunas de estas cuestiones en un libro publicado en 1846:
«Todo lo que concentra al hombre, llamándole a elevada contemplación en el santuario de su alma, contribuye a engrandecerle, porque le despega de los objetos materiales, le recuerda su alto origen y le anuncia su inmenso destino. En un siglo de metálico y de goces, en que todo parece encaminarse a no desarrollar las fuerzas del espíritu, sino en cuanto pueden servir a regalar el cuerpo, conviene que se renueven esas grandes cuestiones, en que el entendimiento divaga con amplísima libertad por espacios sin fin.
«Sólo la inteligencia se examina a sí propia. La piedra cae sin conocer su caída; el rayo calcina y pulveriza, ignorando su fuerza; la flor nada sabe de su encantadora hermosura; el bruto animal sigue sus instintos, sin preguntarse la razón de ellos; sólo el hombre, esa frágil organización que aparece un momento sobre la tierra para deshacerse luego en polvo, abriga un espíritu que, después de abarcar el mundo, ansía por comprenderse, encerrándose en sí propio, allí dentro, como en un santuario donde él mismo es a un tiempo el oráculo y el consultor. Quién soy, qué hago, qué pienso, por qué pienso, cómo pienso, qué son esos fenómenos que experimento en mí, por qué estoy sujeto a ellos, cuál es su causa, cuál el orden de su producción, cuáles sus relaciones: he aquí lo que se pregunta el espíritu; cuestiones graves, cuestiones espinosas, es verdad; pero nobles, sublimes, perenne testimonio de que hay dentro de nosotros algo superior a esa materia inerte, sólo capaz de recibir movimiento y variedad de formas; de que hay algo que con su actividad íntima, espontánea, radicada en su naturaleza misma, nos ofrece la imagen de la actividad infinita que ha sacado el mundo de la nada con un solo acto de su voluntad». (J. Balmes, Filosofía Fundamental, I, cap. 1, § 4).